- Hora ocho.
- Temperatura treinta y nueve grados nueve décimas. Humedad ochenta y siete por ciento.
- Las autopistas y los accesos a Capital Federal no presentan demoras. Líneas de subterráneos B, C y D interrumpidas por accidente en intersección Diagonal Norte. Los trenes funcionan normalmente.
- Cadena perpetua
- El juez de la Suprema Corte de Justicia, Aníbal López Etchart, sentenció a Pablo Aguilar a…
La voz de la locutora iba a informar que Pablo Aguilar había sido condenado a muerte y que pasaría su última noche en su casa. Quizá dijera también que era el único sobreviviente rebelde y que se le adjudicaban más de cuatrocientos asesinatos. Lo que no iba a decir era que se había tratado de una guerra, que no había matado a nadie y que era el único sobreviviente rebelde que no había cambiado de bando. Seguro mencionaría a Sofía, pero el policía que lo transportaba accedió a su pedido y apagó la radio. El calor dentro del patrullero era insoportable y la transpiración comenzaba a hacerle cosquillas. Le molestaba el roce con el relleno del asiento que se salía por los agujeros del tapizado gris. El ruido del motor no dejaba que escuchara los insultos que le proferían los transeúntes que lo reconocían. Había perdido la capacidad de sorprenderse hacía rato, pero un grupo de unos diez albinos con pancartas escritas en un idioma raro en el cruce de Córdoba y Armenia lo inquietó lo suficiente como para detener su mirada en ellos unos tres segundos.
Honduras 5423. Dos guardias de uniforme marrón custodiaban la entrada de su domicilio. Ninguno pasaba los veinte años. Sus miradas firmes parecían haber sido logradas tras horas de práctica frente al espejo y no lograban ocultar el miedo que seguramente sentían por la responsabilidad de su tarea. Al bajar del auto Pablo no los miró, no era su intención intimidarlos. Después de todo eran chicos. Todo el barrio había salido a la puerta con un ánimo muy diferente al de un comité de bienvenida. Eran los vecinos que nunca respondían sus “buenos días” en la panadería o en la farmacia. Apenas ingresó al pasillo de entrada Pablo se sintió todo lo feliz que podía por estar allí. La casa era un rectángulo. Entró al amplio living-comedor que había resultado de techar el patio y la galería. Pensó que si no lo fueran a matar al día siguiente cambiaría la combinación de verde para las carpinterías y blanco para las paredes por marrón y bordó respectivamente. La ocurrencia lo hizo sonreír. Al costado derecho se ordenaban tres puertas: habitación, baño y escritorio. La cocina, al fondo, era su ambiente favorito junto con el escritorio. Estaba plenamente iluminada por la luz que entraba de la ventana que daba al patiecito donde se encontraba un guardia de rostro familiar aunque no podía precisar a quién le recordaba. Solía parecerse a la cocina de un chef por el tamaño, la cantidad de utensilios y su orden. Pero ahora sin los elementos cortantes o contundentes era casi un sin sentido. Abrió la heladera y estaba llena. Alguien había hecho los mandados y había comprado todas las cosas que a Pablo no le gustaban como el yogurt de vainilla y la margarina y que sin embargo había tenido que consumir durante años. Quiso ir al escritorio pero encontró la puerta cerrada. Le preguntó al oficial que había entrado con él por qué estaba cerrada y éste no le respondió. Se acostó a descansar.
Pasado el mediodía el ruido de unos tacos sobre el piso de pinotea lo despertó. Abrió los ojos y vio las sandalias de un taco casi aguja, las piernas, luego la pollera apenas pasando las rodillas, una camisa bastante abierta, el cuello y se detuvo.
- ¿Por qué no me mirás?
- …
Sofía se sentó en la cama de piernas cruzadas y apoyó la mano sobre la espalda de Pablo. Él dio media vuelta, tapó su cara con la almohada, se colocó en posición fetal y empezó a recitar uno a uno los motivos por los cuales tenía que controlarse.
- Dale, Pablo, no seas inmaduro.
- …
Sofía acariciaba suavemente la espalda de Pablo que sentía como disminuía su fuerza y sus pensamientos se volvían confusos.
Algo en la voz de ella lo llevó a recordar un lejano día. Ella tenía diecisiete y era la hermana de un conocido. Él tenía dieciocho. Sofía lo invitó a tomar una cerveza cuando apenas si habían cruzado palabra. Fueron a un bar de mala muerte que se llamaba Lo de Diego.
Sofía encendió un cigarrillo.
- Pablo, sabés que te quiero y que quiero lo mejor para vos. Solamente tenés que decir que estás arrepentido. Es lo que todos quieren oír. Con mi influencia si lo decís quedás libre.
- …
La dulzura de su voz combinaba perfecta con sus ojos grandes, como de personaje de animé, que le otorgaban una mirada profunda, hipnotizante, llena de vida. Una nariz chiquita, apenas desviada, la boca no muy grande pero de labios gruesos y el pelo siempre corto se conjugaban en su imaginación.
El día de la cerveza hablaron durante horas aunque a Pablo le costaba hilvanar ideas demasiado complejas debido a los nervios.
Sofía apagó el cigarrillo.
- No podés seguir sin hablarme. Hice lo que tenía que hacer. Si vos no hiciste lo mismo fue de cagón.
- …
Pablo imaginó ahora como un gesto severo, firme, se estaría apoderando de la dulzura del rostro de Sofía. Los ojos grandes mirando fijo, los dientes apretados, la boca cerrada. Una mezcla de desprecio, odio y obstinación.
Los nervios en aquella lejana primera charla le jugaron mala pasada. Después del tercer o cuarto vaso de cerveza sumado al humo de los cigarrillos que Sofía no paraba de encender, le provocaron unas ganas impostergables de vomitar.
Sofía encendió otro cigarrillo.
- Me da mucha lástima que no puedas pensar un poquito más allá de tus complejos, no sé qué me querés demostrar, ¿no te das cuenta que te queda un día de vida? No es un juego
- …
Su resistencia se estaba agotando. Sentía tantas ganas de pegarle como de hacerle el amor. Ella también lo quería. Pero no le iba a dar el gusto.
Esa tarde noche en Lo de Diego, Pablo se levantó disimulando su apuro y fue al baño. Una vez que vomitó se quedó cinco minutos en el baño pensando cómo hacer para que no se notara lo que había acontecido. Llegó a la mesa y se sentó. Ella le preguntó por qué tenía los ojos llorosos. Le dijo que era una basurita. Entonces se acercó, sopló suavemente su ojo derecho y le dio un beso.
Antes de apagar el segundo cigarrillo se paró.
- Me voy. Pero más tarde vuelvo. Te pido que pienses una cosa: no dejés que tu odio hacia mí te ciegue.
- Quiero que me abran el escritorio.- Contestó Pablo todavía de espaldas y sorprendido por el tono firme con el que lo dijo.
- Ábrale el escritorio, cabo. Y abróchese bien el uniforme.
- ¡Si señora!
Se quedó un rato largo en la cama. Los últimos meses en el calabozo de la comisaría había extrañado esa comodidad. Se levantó a eso de las cinco de la tarde y se preparó una merienda. El aire acondicionado proveía una temperatura primaveral. El timbre del microondas le avisó que su café estaba listo. Las pantuflas negras y rotas que Sofía le quiso tirar tantas veces, medias grises. El bóxer cuadrillé y la remera negra apenas se dejaban entrever, debajo de la bata rota de un azul casi celeste o gris que su madre le había querido tirar tantas veces. Se río al pensar que compartía una condición con las pantuflas y la bata. Cada uno a su manera eran tres sobrevivientes. Levó la merienda en una bandeja de plástico rojo al escritorio y prendió la computadora. Era una habitación de unos dieciséis metros cuadrados. La pared contraria a la puerta y la lindante con el baño tenían estantes plagados de libros. Al costado de la ventana que daba al patio había una mesita con equipo de música y centenares de discos compactos. La computadora estaba sobre una mesa encastrada en la pared. Abrió el procesador de textos pero se distrajo jugando solitarios. Tenía la intención de escribir algo pero no sabía qué. Tampoco tenía a quién. Todas las personas que había querido estaban muertas. Todas salvo una, pero a esa no quería escribirle nada. Pensó en leer un libro. Tenía que ser algo corto porque tampoco quería pasarse todo el día leyendo. Eligió El extranjero de Camus.
Ya desde el primer párrafo se le instaló el recuerdo de que Sofía no había ido al velorio de su madre. Es cierto que días antes se habían separado en términos muy duros. Pero de todos modos él la esperó toda la noche. Aún sabiendo que estaba con otro. Detuvo la lectura y se preparó otro café. El trayecto hasta la cocina lo tranquilizó un poco. La gracia que le causó el parecido del guardia del patio con el “Pininito” Más lo terminó de calmar. Volvió al escritorio y continuó leyendo. A pesar de ser un lector entrenado, cada línea le traía un recuerdo que lo alejaba del libro.
Pensó en la otra gran pelea que habían tenido. Fue apenas comenzada la guerra. Hacía unos meses que habían vuelto. Sofía decidió que tenía que colaborar con los rebeldes. Él no estaba seguro. Llevaba varios días de retraso cuando se el test de embarazo mostró dos líneas rojas. Pablo se sintió feliz y la abrazo, pero pronto se dio cuenta que la sensación no era mutua. Ella quería luchar y estando embarazada no iba a poder hacer mucho. Él buscó las mil maneras de convencerla. En el fondo creía que lo iba a lograr. Pero ella sentenció la discusión con las palabras que más le dolieron en su vida: “puede que no sea tuyo”. El recuerdo lo enfureció y lo llevó a golpear su cabeza contra un estante. Se hizo un corte chiquito que el guardia del living le curó.
Siguió leyendo una hora más hasta que, a las nueve de la noche, el ruido de la puerta de entrada lo distrajo. Le faltó el último párrafo. El ruido de los tacos sobre los cerámicos confirmó la identidad de la visita. El corazón empezó a latir más rápido, se le dificultó un poco la respiración y la transpiración se apoderó de sus dedos. Con esfuerzo volvió a tomar control de sí y salió al living. Apenas la vio el esfuerzo anterior se hizo añicos. En la cara de Sofía se notaba que había llorado. Sin mediar palabra se acercó, acarició la herida de la frente, rozó sus labios contra los de él y se dirigió a la cocina. Se demoró unos instantes y volvió con dos platos con canelones. Le pidió que sacara el vino del bolso. Comieron en silencio. Él tenía el estómago cerrado. Ella buscaba el momento justo para hacerle la pregunta. Después él se fue a la cama. Ella lo siguió.
- ¿No lo vas a decir? ¿No te arrepentís?
- …
- Dale Pablo
- Me faltó leer el último párrafo de El extranjero
- Pablo, ese libro ya lo leíste.
- Si, ¿y? Leémelo.
- Como quieras. Pasámelo.
Pablo se levantó y fue hasta el escritorio. En el camino pensó que está era su última noche y que estaba con la mujer que más había deseado en toda su vida en su cama. Se río al pensar que a nadie que le preguntasen qué haría en esa situación contestaría que le lean el último párrafo de un libro. Al menos era original. Aunque no descartó que pasara algo más.